Había una vez una mujer virtuosa, digna de admiración, cuyo corazón estaba lleno de amor y sabiduría. El corazón de su esposo descansaba en ella, confiando en su capacidad para liderar su hogar con dedicación y esfuerzo.
Cada mañana, ella se levantaba con la firme intención de cuidar de su manada, trabajando en todo lo necesario, sin olvidar jamás a los que estaban a su alrededor. Cada día, se levantaba con la esperanza de lo que el día podría brindarle, con la certeza de que podía afrontar cualquier desafío con amor y valentía.
Su trabajo no solo abarcaba su hogar, sino que también brindaba sustento, calor y consuelo a aquellos que la necesitaban. Le encantaba dar sin medida, como el sol que ofrece su luz sin esperar nada a cambio. Sus ojos preveían el porvenir, y su corazón sonreía al futuro, porque sabía quién cuidaba de su manada.
Su boca era prudente y sus palabras siempre eran sabias, llenas de respeto para su esposo y sus hijos. Ella era mi abuela, mi madre, y en quien yo persigo ser todos los días. Su vida era un reflejo de virtud, fortaleza y amor incondicional.
En fin, esas mujeres y yo ¡somos unas heroínas! Cada día celebramos ser madres.